(Por tierras birmanas VII)
Es más difícil luchar contra las ideas que contra los ejércitos
En la segunda mitad del siglo XII, Anawratha, rey de Bagan, hizo traer desde Thaton -después de conquistarla- treinta elefantes cargados de textos budistas, además de legiones de monjes y artesanos, con el fin de instaurar el budismo (el monoteísmo es mucho más eficaz para la consolidación de un imperio que el politeísmo o el animismo) en su reino. No sabía nuestro hombre que es mucho mas difícil luchar contra las ideas que contra los ejércitos. El pueblo birmano, acostumbrado durante siglos a vivir y convivir con sus dioses y espíritus (ya fuesen, árboles, fuego, campos de arroz, ríos o lagos) no estaba dispuesto a que un usurpador (Buda) venido de fuera, desplazase a sus Nats por capricho de Anawratha, por muy rey que éste fuera.

Oficialmente, los birmanos comenzaron a profesar el budismo, pero de puertas adentro cada familia y cada clan rendía culto a su Nat particular. Sabedor de ello Anawratha recurrió al mismo ardid que Constantino ocho siglos antes: Ya que el Imperio no era capaz de vencer las ideas antagónicas a sus intereses (Cristianismo) lo que hizo fue adueñarse de ellas.

Y esto es lo que hizo Anawratha. Cogió las nuevas ideas (Budismo) traídas a lomos de elefantes desde Thaton, buscó un emplazamiento donde construirle un templo y le colocó como guardianes, a la entrada del mismo, a los 36 Nats principales del animismo birmano. En realidad los Nats que hay a la entrada del Monte Popa son 37, ya que a los 36 «populares» el rey sumó uno más (Thaguiamin), al que nombró rey de los Nats.
De esta manera cuando la gente humilde iba a orar al dios del Stabliment. Contaba con el beneplácito de sus Nats, que ejercían de centinelas del mismo. Es comprensible que el lugar tenía que reunir unas condiciones especiales. Para tan relevante hecho había que encontrar un destacado lugar. Este se encontró a unos 60 kilómetros de la capital, en medio de la llanura que marca la parte central de Birmania.
Allí está, dominando cuanto le rodea, el Monte Popa, un imponente promontorio de 1.150 metros de altura.
En la cima de este promontorio ordenó Anawratha construir a finales del siglo XII el Taung Kalat Popa (Monasterio Popa). Desde entonces el Monte Popa, con el Taung Kalat en su cumbre, es punto de atracción, durante siglos para fieles y en los últimos tiempos para fieles y turistas.

En cualquier tour o viaje que se realice por Birmania, figurará el Monte Popa (Monte de la Flor) como uno de las visitas ineludibles.

Javier Reverte en su libro «Vagabundo en Africa» dice: «El que no ha visto el Kilimanjaro no puede decir que ha estado en África» . Trasladado a Birmania, podríamos decir: «El que no ha visto el Monte Popa, no puede decir que ha estado en Birmania». Personalmente no somos tan extremistas, pero algo cierto hay en lo expuesto. No tanto por lo que es, cuanto por lo que representa.
Los peldaños, por los que hay que subir descalzo, según establece el reglamento, están impregnados de excrementos y orines de monos.
Nosotros lo visitamos, no en una excursión, sino de paso. Salimos de Bagan en nuestra «toyotita», pasamos unas horas en él y continuamos hacia Pyay.

El lugar impresiona mucho más desde la distancia que una vez inmerso en él. El mismo está excesivamente mercantilizado. El camino que nos lleva hasta el lugar donde empiezan los famosos 777 peldaños que hay que acometer, si queremos llegar hasta la cima, se encuentra flanqueado por esperpénticos chiringuitos donde se puede encontrar todo lo imaginable: ropa, objetos, más o menos, sagrados, souvenirs, comida y baratijas en general.

Las escaleras que llevan hasta el Taung Kalat, en la cima del monte, están cubiertas con trozos de chapas, sobre soportes metálicos, sin el más mínimo respeto a la estética o al sacro lugar. Los peldaños, por los que hay que subir descalzos, como exige el reglamento, están impregnados de excrementos y orines de monos. Descarados monos que, a centenares, se encuentran apostados a lo largo de todo el trayecto y con los que hay que tener extremo cuidado. Los mismos son capaces de arrebatarte cualquier objeto que no se lleve debidamente guardado y sujeto, llegando, incluso, a enfrentarse a cualquiera que sea portador de algún tipo de bolsa donde ellos intuyan, u olfateen, que se lleva comida.

A pesar de (o precisamente por eso) encontrarse uno inmerso entre monos y espíritus, la experiencia merece la pena, y en nuestro caso la mereció doblemente, debido a los hechos que presenciamos en el mismo Taung Kalat.
Desde el mismo día que llegamos a éste país nos veníamos haciendo la misma pregunta: ¿Dónde están los signos físicos de esta dictadura militar que atenaza Myanmar desde hace más de 40 años?
En todo el tiempo que llevamos aquí no hemos sufrido ni un solo control, ya sea militar o policial. No hemos visto un solo convoy militar. Los únicos policías con los que nos hemos tropezado han sido los que regulan el caótico trafico de las ciudades, con los clásicos cascos y chaquetas blancas, como en la España de los años cincuenta.
¿Cómo se mantiene esta Junta Militar, compuesta por un consejo formado por diez generales, para ser capaz de mantener todo un sistema represivo, sin que le sea necesario el más mínimo signo de ostentación de poder ante sus súbditos?.
Pues bien, en la cima del Monte Popa, dentro del Taung Kalat , tuvimos un ejemplo de cómo funciona este tenebroso aparato.
Cuando subíamos los últimos peldaños de la interminable escalera, vemos como una mujer europea – después de hablar con ella supimos que era italiana- llevada por dos jóvenes birmanos en un fuerte estado de excitación, completamente pálida y con lágrimas en los ojos. Al interesarnos por ella nos dijo que le habían quitado el bolso en el que llevaba, además de dinero, el pasaporte y el pasaje de avión para su vuelta a Italia.
Al extenderse la voz de lo ocurrido, aparecieron unos individuos, no se sabe de dónde, y después de dirigirse a los allí presentes, en un tono de voz que no dejaba la menor duda de sus intenciones, se ocasionó un tremendo revuelo de voces y carreras, que nosotros seguíamos, sin entender realmente lo que sucedía, aunque lo sospechábamos. Lo cierto es que , después de breves segundos, apareció el bolso de la italiana, con todo su contenido, sin que nadie -al menos nosotros- supiera de donde había salido.
Cuando, una vez abajo, comentamos con nuestro chófer los hechos le hicimos notar nuestra extrañeza por la falta de controles y presencia policial en calles y carreteras, escueta y huidizamente nos contestó: «Detrás de cada árbol que nos rodea hay un policía».
Por la noche, mientras paseábamos con él en Pyay, a orillas del Awewardy, volvimos a insistir sobre la situación política en el país. Con voz apenas perceptible nos dijo: «Sorry Papa, if me tell of this theme, probably…» y unió sus dos manos en un gesto de esposamiento, completamente comprensible, sin necesidad de emplear palabra alguna.
La sensación que sentimos en aquella situación, fue la de expectadores de un circo temático, en plena jungla birmano-tailandesa
En un lugar del trayecto que nos llevaba del Monte Popa a Pyay, Sohn se salió de la carretera y se introdujo con «nuestra toyotita» por un camino de tierra, lleno de socavones y flanqueado por una vegetación selvática, que nos condujo, después de un par de kilómetros, ante una vivienda de dos pisos y sólida construcción. Sin decir nada, se apeó del vehículo, y entró en la casa. Poco después salió y nos dijo que podíamos bajar. Cuando bajamos nos dimos cuenta que estábamos en el hogar de una familia, cuyo componente femenino, estaba formado por «Mujeres Jirafas» o padaungs, como se denominan en birmano.
En un viaje anterior a Tailandia, allá por 1.997, nos llevaron (sin saber bien a donde íbamos) desde Chiang Mai, en una excursión programada, a visitar una aldea en plena selva, habitada por miembros de la etnia Kayan. Las Padaungs, pertenecen a ésta etnia. Estos grupos de refugiados birmanos, huidos del estado de inseguridad que vivían en su país, -debido a la situación de guerra, existente entre las guerrillas y el ejército birmano- se habían afincado en el país vecino. Este estado de indefensión estaba ocasionando que determinados desaprensivos y agencias sin escrúpulos, estuviesen sacando provecho económico de la particularidad de estas mujeres, al ofertarlos como «Safaris Fotograficos» al turismo occidental y japonés. En aquellos tiempos los chinos aún no hacían turismo.
La sensación que sentimos en aquella situación fue la de espectadores de un circo temático en plena jungla birmano- tailandesa.

En el caso que nos ocupa, la situación es totalmente diferente. Esta familia -en la que apreciamos tres generaciones- habita una casa digna en su propio país, sin presión mediática o económica y con la que departimos de tú a tú, tanto como nos lo permitieron las diferencias lingüísticas.

No sabemos qué parentesco o amistad unía a Sohn con esta familia (tampoco quisimos preguntárselo). Ni sabemos por qué nos trajo aquí. Quizás quiso mostrarnos algo diferente de su país, debido a la sintonía que existió durante todo el viaje entre él y nosotros.
El viaje llega a su fin y recurro a Pitágoras cuando dice: «El hombre es mortal por sus temores e inmortal por sus deseos»
Inmortal: Porque deseo que este pueblo sea capaz de liberarse de la férrea dictadura que condiciona sus vidas y atenaza sus ideas.
Mortal: Por temer que dicha liberación los lance en brazos de una cultura globalizada que les haga perder sus valores y costumbres ancestrales. Temor a que el turismo de masas invada sus aldeas y caminos, arrancándoles, por un puñado de kiats, lo mas preciado del ser humano: LA DIGNIDAD.
Paco Vidal