(Cuna de civilizaciones, 9)
País de contrastes
Mientras escribo estas lineas en un café de la Gordon’s Beach, una de las playas de la cosmopolita y ala vez provinciana, Tel Aviv, la aviación israelí bombardea la ciudad de Tyron en el vecino Líbano.
Estos bombardeos se llevan a cabo como represalia por los continuos hostigamientos que los miembros de Hizbulá (Partido de Dios) viene sometiendo en los últimos días la zona de seguridad que el ejercito israelí tiene establecida junto a la frontera del país de los cedros, con el fin de evitar que los cohetes lanzados desde las bases de los grupos radicales palestinos caigan sobre sus aldeas.
Israel es un país de fuertes contrastes, tanto geográficos como humanos. Estos pueden apreciarse en todas partes y a todas horas.
Tel Aviv, como decía anteriormente, se revela cosmopolita y provinciana al mismo tiempo. La propia Gordon’s Beach, esta limpia y hermosa playa, nos ofrece estampas tan dispares como son un grupo de jubilados jugando al dominó o al sherbé -juego parecido al «tres en raya»- con la parsimonia y despreocupación que caracterizaría la clientela de un bar de pueblo andaluz, de un café marroquí o de un bazar turco. Mientras, no lejos del lugar, bellas y atractivas mujeres, que tuestan su joven y suave piel bajo un radiante sol de febrero, son observadas, disimulada pero atentamente, por los escrutadores ojos de un ortodoxo que bajo su biber hit (sombrero) no deja de balancearse a la vez que sostiene entre sus manos la Halajá.
Es sorprendente, y en otra parte cualquiera incomprensible, que mientras las fuerzas aéreas del país están llevando a cabo acciones bélicas; en sus ciudades, la vida se desarrolla y desenvuelve con la mayor naturalidad. Otro de los aspectos que llama la atención en las calles de Tel Aviv y Jerusalen es la gran catidad de jóvenes de paisanos que se ven con fusiles de asalto colgados del hombro, siempre dispuestos a intervenir, si las circunstacias lo requieren.
El contraste entre sus gentes es enorme, ya que su población está compuesta por grupos étnicos llegados de todos los confines del mundo. hay germanos, sajones o eslavos de blanca piel y ojos azules. Magrebíes, egipcios, indúes, paquistaníes o caucasianos, con su característica piel morena y ojos y cabellos negros como el azabache. Escuálidos y frágiles etíopes de piel negro-tostada o nigerianos de abultados ojos y pronunciados labios. Todos unidos por una causa común: el sionismo.
Esta gente, nacida en los más apartados confines del mundo y como tal con los rasgos étnicos más diferenciados, posee un factor aglutinador irrenunciable: el judaísmo.
Cuando recorremos Israel, no hace falta ser un gran observador para poder distinguir fácilmente, que individuos forman la población dominante por las diferentes áreas por las que pasamos.
Aunque, en general, sus ciudades, pueblos y aldeas están limpias, y sus servicios, en muchos casos, por encima de los nuestros, es en el norte del país -Alta y Baja Galilea- dónde más se respira el orden, la tranquilidad y la limpieza. Es en esta zona dónde se establecen los emigrantes llegados de los países más desarrollados. Llegar a cualquier pueblecito de esta zona, es pensar que se encuentra uno en algún lugar de Alemania, Suiza o Austria.
Respeto por el pasado
Es importante resaltar que allí dónde ya existía un núcleo de población, han desarrollado la parte moderna pero conservando,manteniendo y rehabilitando la zona, cuyas raíces y historia hay que buscarla en la noche de los tiempos.
Vivo ejemplo de lo que decimos lo encontramos en Acre, pequeña ciudad mediterránea, que después de haber sobrevivido a cananeos, fenicios, griegos, romanos, persas, otomanos y cruzados, su ciudad vieja, a la que solo se puede acceder por una única puerta, a través de la enorme muralla que la rodea, sigue conservando una paz y un encanto verdaderamente regocijantes.
Pasear por sus calles o visitar su zoco, cuyos puestos, ya de espacias, bien de pescado, están en manos palestinas, que conviven aquí con la población hebrea, mucho más pacíficamente que en cualquier otro lugar de este estado.
Contemplar a los hombres y niños arreglar sus deterioradas redes en el desgastado puerto, es algo que nos traslada en el tiempo hasta los primeros días de nuestra era.
Otro tanto sucede con Safed, enclavada en las encumbradas tierras de la Alta Galilea, enriscada en la falda de una montaña, desde dónde al atardecer pueden verse unas vistas de las aldeas circundantes que, como diría mi buen amigo Cristobal López cuando se refiere a nuestra querida Ronda: «No se puede contar, no se puede pintar, solo se puede ver, y después soñar» .
Refugio de ortodoxos
A Safed, escondida entre las montañas que se extienden entre la frontera del Líbano y el Mar de Galilea, llegaron a cobijarse, huyendo del terror, allá por el siglo I los judíos supervivientes de la primera y segunda revueltas contra el Imperio Romano. Siglos más tarde fueron diezmados y expulsados por los ejércitos cruzados.
Hoy en día, por sus empinadas y bien empedradas callejuelas se puede ver gran cantidad de místicos ortodoxos, con su negra indumentaria ( tzitzit ) y sus rapados cráneos cubiertos con sus negros sombreros, a cuyos lados cuelgan los largos tirabuzones que les caracteriza.
De Safed pasamos a Metulla, justo en la punta del «Dedo de Galilea», pequeña aldea fronteriza expuesta, por tanto, al continuo hostigamiento de las fracciones más radicales del movimiento palestino, desde el vecino Libano.
Nosotros mismos fuimos testigos de las inmensas columnas de humo que se elevaban al cielo desde los lugares dónde hacían blanco, sólo a pocos kilómetros de dónde nos encontrábamos, los proyectiles lanzados por estos grupos.
Las nieves del Monte Hermón, y las idílicas drusas que pueblan los Altos del Golán, bajo dominio israelí desde la «guerra de los siete días» resplandecen bajo un sol radiante. Al borde de un cruce de caminos, a la entrada de una de estas idílicas aldeas nos encontramos un destartalado remolque, cargado de melones, acoplado a un viejo tractor. Tres eran las mujeres encargadas de la venta de aquellos melones. Mientras, un hombre de mediana edad, sentado en una silla de plástico a la sombra de un árbol, se encargaba de la «vigilancia» tanto de las mujeres como de la mercancía.
Conversando con este aldeano sirio de inmenso mostacho, fuerte constitución y noble mirada, vemos cuan diverso y rico en creencias y convicciones es nuestro mundo.
Al saber que eramos españoles nos dice con la mayor naturalidad del mundo y el más pleno convencimiento: ¿Españoles? ¡magnifico! ustedes son cristianos. Los cristianos y los mahometanos somos hermanos. Cristo nació aquí en Siria, los judíos son gente mala pero nosotros somos hermanos.
La embajada siria en Amman nos negó el visado de entrada a su país. Israel, sin exigir el más mínimo requisito, nos permite visitar este preciado rincón sirio y poder conversar libremente con su gente. Sin embargo, la sencilla gente de esta región odia a los judíos y añora ser gobernada desde Damasco*, aún sabiendo que gozaran de menos libertades y tendrán menos ventajas sociales y económicas. ¡Ironías de los hombres y la vida!
Con las últimas horas del día damos vistas al, siempre fascinante, Lago Tiberiades. Sus claras aguas y sus orillas preñadas de mitología nos conducen a lejanos siglos cuando la historia y la leyenda caminaban de la mano por estas místicas tierras.
Atrás dejamos la solitaria ruta 87, testigo de continuos combates entre estos dos pueblos tan cercanos geográficamente y tan alejados en sus creencias y costumbres.
Sus cunetas están jalonadas de continuos recuerdos a jóvenes, hombres y mujeres, soldados israelíes caídos en combate, como si con estos mudos monolitos se pudiesen volver a la vida los sueños, las esperanzas y las ilusiones, tan tempranamente truncadas.
Mañana, cuando estos territorios vuelvan a Siria, los recordatorios serán arrancados, y en su lugar se levantaran otros, cuyos nombres estarán escrito en árabe. Pero las madres, novias, esposas y amigos de aquellos y estos seguirán llorando la ausencia de unos y otros, preguntándose; ¿para qué y por quien?
Paco Vidal
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