(Cuna de civilizaciones, 4)
En tierra de nadie.
Nuweiba se encuentra situada en la península del Sinaí, a dos tercios de camino entre Sharm el Sheikh y la ciudades de Eilot (Israel) y Acaba (Jordania).
La primera impresión que tenemos de ella, después de dejar atrás las intrincadas vueltas y revueltas que da la carretera que une Santa Catalina con las transparentes, claras y esmeraldas aguas del Mar Rojo, es decepcionante.
Es Nuweiba una ciudad situada, sociologicamente hablando, en tierra de nadie. No posee ni el exotismo o intriga de un poblado beduino, ni el dinamismo y la vitalidad que caracteriza a los pueblos o ciudades árabes. Compuesta por algunos destartalados edificios. No viejos en el tiempo, pero sí en el aspecto, entre los que se encuentran un par de bancos, uno de ellos cerrado. Alguna que otra factoría dedicada a la industria del pescado, así como algunos comercios que hacen la función de tienda, almacén, bar etc. Los mismos se encuentran esparcidos anárquicamente por una pequeña llanura, seca y árida, atenazados entre el mar y la montaña.
Lo que destaca en ella, obviamente, es el puerto en el que se encuentra atracado un carguero de mediano tonelaje, que resultó ser el encargado de transportar personas y mercancías entre Nuwaiba y Ácaba, ya en tierras jordánas y meta de nuestro próximo destino.
Un joven fuerte y de aspecto reposado, adornado con chislaba negra, blanco turbante y pobladisima larga barba negra que le dan aspecto, mas de talibán afgano que de comerciante egipcio, me da a entender con sus gestos, que pregunte a otro señor que se encuentra cerca de él, ya que él no entiende lo que le pregunto.
El segundo interpelado me informa, en un inglés bastante bueno, donde están las oficinas para comprar los pasajes del transbordador encargado de llevarnos a Ácaba.
«Una vez más triunfa en el hombre lo fácil, ante el miedo a lo desconocido»
En la ventanilla el encargado de vender los pasajes, un egipcio alegre y hablador, me aclara que hay dos formas de hacer el viaje; «Con el barco de toda la vida», cuya travesía dura de 3 a 6 horas, según la dirección e intensidad del viento, o con el moderno hovercraft cuyo viaje dura solo una hora y media.
Ambos tienen la salida prevista para la una del mediodía. Ante la posibilidad de llegar de noche a una ciudad, portuaria y fronteriza, en un país totalmente desconocido, si tomamos el viejo barco. Nos decantamos por la segunda alternativa, a pesar de ser mas cara y posiblemente mas interesante.
¡Una vez más triunfa en el hombre lo fácil ante el miedo a lo desconocido!
Rico en grasas, pobre en materia gris.
Después de superar los correspondientes tramites de aduana, sin ningún tipo de contratiempo, entramos en una inmensa nave, que cumple las funciones de sala de espera. En la misma se hacina una multitud de jóvenes egipcios, todos hombres, que van a trabajar a Jordania, -según supimos después-, algunos occidentales y dos chicas japonesas.
La salida de nuestro barco se retrasa hasta las tres de la tarde, el otro aún seguía atracado cuando nosotros zarpamos.
Durante estas tres horas de espera vivimos las escenas mas desagradables y tercermundistas que hallamos vivido en los últimos tiempos, en este u otro viaje. Dichos hechos trajeron a mi memoria escenas de nuestro pasado, cuando nuestras condiciones de vida eran similares a las que hoy padecen estos jóvenes. En estas escenas intervenían, a partes iguales; la brutalidad, incultura y falta de sensibilidad de un sargento de la policía egipcia -como constaba en el brazalete rojo que portaba en su brazo izquierdo- y la desmedida masificacion de los cientos de jóvenes emigrantes que esperaban para embarcar.
Periódicamente, el antes citado sargento, -idéntico en aspecto y ferocidad al siniestro personaje que interpreta al funcionario de prisiones turco en la película «El expreso de Medianoche»- se plantaba en la puerta de la inmensa nave que daba al muelle y, rodeado de soldados armados con metralletas, comenzaba a vociferar con voz bronca y desagradable, mas parecida al berrido de un camello que a cualquier sonido surgido de garganta humana.
En respuesta a tales llamadas la muchedumbre se lanzaba, sin orden ni concierto, hacia el lugar dónde él se encontraba empujándose unos a otros, pugnando entre ellos por conquistar los primeros puestos de aquella masa anónima. De allí los iba arrancando nuestro hombre a empellones, manotazos y patadas para cargarlos en una plataforma que, tirada de un tractor, los transportaba al barco que, atracado en el muelle, iba engullendo una oleada tras otra.
Al fin, cuando éste tiránico faraón sin tierras -rico en grasas y pobre en materia gris, de toscos modales y ninguna sensibilidad,- vació la nave, nos tocó el turno al pequeño grupo que, arrinconados, esperábamos nuestro turno. Avergonzados unos, temerosos otros, fuimos llevado a la moderna motonave que, llena de lujos y comodidades, nos depositó en el puerto de Ácaba, seguramente antes de que ellos partieran de Nuwaiba.
Aquí, en este apartado rincón del mundo, las claras aguas, verde esmeralda, del Mar Rojo, lamen por igual las arenas de las playas de la península del Sinaí, Eliot y Ácaba, sin establecer diferencias entre las tierras hebreas o islámicas. Acariciando los morenos cuerpos de hombres y mujeres, sin discriminar a nadie por razones de razas, nacionalidades o credos religiosos.
¡Una vez más, la Naturaleza da muestras de ser mas inteligente que los hombres!.
Paco Vidal