(Viaje austral II)
Madanmoiselle Pis
En el mes de enero nuestro astro rey es madrugador en el hemisferio sur. A las seis de la mañana del verano austral, el sol proyecta ya largas sombras de todo cuanto se interpone en su camino. Para que el lector se sitúe le diremos que se traslade a cualquier ciudad del sur de España a la misma hora de un día de Julio.
La Long Street, una de las calles más largas de Ciudad del Cabo, es testigo de cuanto hemos dicho anteriormente, pues sobre ella se proyectan nuestras sombras en el ir y venir en la tarea de pertrechar el camión que nos conducirá a través de desiertos, ciudades y sabanas.
John, el joven surafricano que hará las funciones de conductor-guía, ataviado con un característico sombrero de cuero, es el encargado de dirigir las operaciones.
Como es de esperar en un viaje de estas características, cada uno de nosotros deja aflorar durante el mismo, lo mejor y lo peor de nuestra personalidad.
El grupo está compuesto por jóvenes de entre 20 y 35 años, de las más variadas profesiones y nacionalidades. La excepción es la nuestra que doblamos, y en algún caso triplicamos la edad de algunos de ellos.
Como es de esperar en un viaje de estas características, cada uno de nosotros deja aflorar durante el mismo, lo peor y lo mejor de nuestra personalidad.
Recordaremos siempre con agrado a la pequeña francesita, «Madanmoiselle Pis», por su simpatía y la pequeñez de su vejiga que la obligaba continuamente a pedir a John: «Please, a pipistop». O Albert, el grandullón australiano extrovertido, noble y simpático, siempre dispuesto a echar una mano, cuando y dónde fuera necesario. Hacía el viaje, como regalo de sus padres, por haber terminado la carrera de derecho.
Mención aparte merece Bryan, irlandés zafio, racista, fanfarrón y pendenciero que, más que cartero, (oficio que según él profesaba) era el vivo retrato de Guerry Boyle, el sargento de Galway, en la película «The Guard».
Después de esta sucinta reseña de algunos de los personajes del grupo, volvemos a la ruta y nos situamos a la salida de Ciudad del Cabo dónde paramos en un supermercado para efectuar las correspondientes compras.
Una vez en carretera ponemos rumbo noreste hacia Vioolsdrif, pequeña población que a orillas del río Orange sirve de punto fronterizo entre Namibia y Suráfrica.
El Orange es el segundo río en importancia de todo el sur de África, siendo, con sus 2.000 kilómetros el más largo de Suráfrica, atravesándola de un extremo a otro. Finalmente, después de servir de frontera entre ambos países, como se ha dicho anteriormente,vierte sus aguas al Atlantico. En este tramo final el Fish alimenta el caudal del Orange deslizándose por un profundo cañón que da lugar a uno de los grandes caprichos de la naturaleza.
Los nativos lo venden como «el segundo cañón más grande del mundo» , después del Gran Cañón del Colorado, pero también me afirmaban lo mismo los de Arequipa, en Perú, sobre el Gran Cañón del Colca. Sin necesidad de entrar en el terreno de los superlativos, sea este, o aquel, lo cierto es que ambos son realmente dignos de visitar. El río Fish, a lo largo de 60 millones de años, ha ido socavando este impresionante desfiladero, capaz de satisfacer, por su belleza, los deseos más exigentes. Disfrutar de una puesta de sol desde alguno de los puntos, dispuestos para ello, a lo largo y ancho del cañón es todo un espectáculo.
Sossusvlei
Desde uno de los extremos de la garganta, el oasis de Cobas, lugar dónde pernoctamos, nos dirigimos por pedregosas e interminables pistas, hacia el corazón del desierto de Namib: Sossusvlei.
Namibia, con 2.000.000 de habitantes -la cuarta parte que Andalucía- tiene una vez y media la extensión de España. Fue el último país africano en colonizarse, y también el último en conseguir su independencia. Primero fueron los alemanes, después los ingleses y finalmente los africaners, por tal motivo, en el país se hablan las tres lenguas, ademas de multitud de lenguas nativas.
Su mayor parte la ocupa el desierto de Namib, del cual tomó su nombre el país, seguido del desierto de la Costa de los Esqueletos y las estribaciones del Desierto del Calahari. De lo dicho se desprende que en Namibia además de los desiertos ya mencionados lo que podemos encontrar es; más desierto.
En el centro del Namib se encuentra el Parque Nacional de Naukluft, que con sus 23.000 kms./2 (tres veces más grande que el País Vasco) es el más grande del país. Dentro de esta enorme extensión se encuentra el oasis de Sossusvlei.
Es Sossusvlei un lugar realmente mágico. La arena que las mareas han ido depositando en las costas del cercano océano, son arrastradas hacia el interior, debido a la falta total de vegetación, por los fuertes vientos reinantes en la zona. Estas continuas nubes de arena han formado las famosas e irrepetibles -debido a su intenso color rojo- dunas de Sossusvlei. Algunas de ellas llegan a alcanzar, en su aristada cresta, hasta 300 metros de altura.
Coronar, al amanecer, las cumbres de estas dunas, cabalgando sobre el afilado canto que el viento va modelando, es algo que cualquier viajero que se desplace por estos lares no debería perderse.
Coronar, al amanecer, las cumbres de estas dunas, cabalgando sobre el afilado canto que el viento va modelando continumente, según la orientación de estas y la dirección de aquel, es algo que cualquier viajero que se desplace por estos lares no debería perderse.
La tormenta
Para satisfacción nuestra, (una experiencia así siempre es deseable) cuándo volvíamos de las dunas hacia el lugar dónde teníamos montadas las tiendas, nos sorprendió una tormenta de arena. ¡Que brutalidad! ¡Cuan salvaje es la naturaleza!. La vimos acercarse y… antes de tener tiempo para reaccionar, había eclipsado el Sol, dándonos escasamente tiempo a cerrar las cremalleras de los plásticos que forman las ventanas de nuestro camión, antes de que nos envolviera un torbellino de millones de granos de arena. El mismo, al que el chófer se había apresurado a parar, era zarandeado por la tempestad y azotado sin piedad por los pequeños y enloquecidos obuses de sílice.
En este momento, resguardado dentro de nuestro camión, no tuve mas remedio que acordarme de aquellas caravanas, cuyos componentes, sorprendidos por esas tremendas tempestades que se desencadenan en el temible desierto sahariano, no cuentan con otra protección que la que puedan ofrecerles su experiencia y la de sus propios camellos.
Después de unos 45 minutos la tormenta cesó. Cesó como había llegado: instantáneamente. Como si la tremenda fuerza del viento, fuese obra de un Dios vengador que, con el poder de sus pulmones, hubiese lanzado un tremendo bufido, capaz de barrer todo lo que se interpusiese en su camino.
Además de oasis, el mismo nos pareció un paraíso, y nuestra rudimentaria tienda un pequeño palacete.
Poco después llegamos al oasis dónde estaba instalado nuestro campamento. Además de oasis, el mismo nos pareció un paraíso, y nuestra rudimentaria tienda, un pequeño palacete.
Aquella madrugada cuando, sobre las tres de la mañana, las necesidades fisiológicas me obligaron a salir de la tienda para expulsar de mi cuerpo el par de cervezas ingeridas, alrededor del fuego, en la velada de la noche anterior, me encontré con uno de los momentos culminantes de todos mis viajes.
Sobre mí, en el más absoluto silencio, una bóveda de estrellas y constelaciones se disputaba el honor de ser la que más luz proyectase sobre nuestro humilde campamento. Cegado por tanta luz, volví mis ojos al suelo y vi mi sombra sobre el mismo. Sin dudarlo un momento, desperté a mi mujer, y ambos permanecimos extasiados, sin que contase el tiempo, ante un espectáculo difícilmente repetible.
¡La luz de las estrellas proyectaba nuestras sombras sobre las arenas del desierto!
Paco Vidal